Por Rafael Enrique Irizarry / Escritor invitado
RICHARD STRAUSS ES UN asunto personal. Tiene aspectos inéditos mi relación con ese artista extraordinariamente complejo, de semblante impasible y de conducta algo indolente. Se ha dicho que Strauss ostentaba su inmenso talento con la naturalidad de alguien que se cambia de ropa. Se ha dicho que Strauss era un oportunista amoral y que el sensacionalismo de sus obras denotaba solo maestría técnica y ninguna pasión por su arte. El sinfonismo austro-alemán a ultranza tuvo en Strauss a su último exponente, etiqueta que él reconocía y a la que daba una importancia nominal. (Observó Strauss: “No soy un compositor de primera, pero como compositor de segunda, sí soy de primera”.) He leído y releído sobre Strauss y los nazis; todavía no he podido conciliar mi parecer por lo siguiente: ¿Qué hubiese hecho yo, un frágil octogenario con una nuera judía, esposa de mi único hijo y madre de mis nietos, enfrentado a las circunstancias que Strauss vivió entre 1933 y 1945? Con toda honestidad no sé cómo contestar esa interrogante. Ya casi nadie recuerda la vida cotidiana en la Alemania nazi. ("For it is the doom of men that they forget".) También fui a buscar a Strauss por las localidades de Garmisch y Berchtesgaden en los Alpes bávaros, el verano de 2001. Vi a la distancia el notorio Kehslsteinhaus (El Nido del Águila), refugio vacacional en la alta montaña desairado por Hitler al temer su empinada elevación. El grupo con el que viajaba -el Coro de Niños de San Juan- pudo apreciar los majestuosos picos alpinos entre los cuales Strauss -a solas- hacía caminatas por escarpados senderos. Ese paisaje inspiró Eine Alpensinfonie, el último de sus poemas tonales. Tenía conmigo una grabación de esa obra que escuché en el tránsito de autobús por aquellos parajes. Si puede alguna vez, trátelo también. Hágalo así porque ese es un momento de vida, de su vida misma... no es otra mierda más.
Escribo aquí como primicia que recuerdo con total claridad la primera vez que lloré abiertamente en un concierto. Estaba en el Eastern Music Festival en Carolina del Norte y aquella noche de 1979 la orquesta de los profesores, dirigida por el Maestro Sheldon Morgenstern, interpretó Tod und Verklärung. Terminado el concierto conversé con el Maestro, pero no me acuerdo de lo que le dije; si recuerdo que me miraba, había compasión y comprensión en sus facciones. Imagino que él sabía algo… De todos los grandes maestros, es con Richard Strauss con el que más he comulgado, como ejecutante, estudioso y director. Mi vida personal y artística estará irrevocablemente atada a su música y -confieso- a su mundo. Pero me refiero a su mundo en Baviera, su mundo en Viena y Múnich. He pasado largas, larguísimas horas contemplando sus obras maestras y meditando del cómo y por qué existe una música así de superlativamente oficiada. Literalmente me bajé de un avión en Nueva York para alcanzar a ver su ópera Die Frau ohne Schatten en el Met, una experiencia alucinante. No puedo contener la emoción oyendo las grandes orquestas acometer pasajes de aplastante dificultad que nunca alcanzaré a dirigir y -menos aún- a tocar. (El finale de la Symphonia Domestica, grabado en vivo con la Filarmónica de Nueva York y el Maestro Lorin Maazel es uno de ellos). La elegía otoñal con que culmina Ein Heldenleben es un pináculo de insondable belleza. Usted tiene que erguirse frente a esa música y enfrentarse consigo mismo. Una fría mañana canadiense -hace muchos años- el Maestro Otto Werner Mueller (1926-2016) sorpresivamente detuvo el auto que conducía y se desmontó para aconsejarme sobre como estudiar Der Rosenkavalier, la inmortal ópera de Strauss justamente aclamada como la quintaesencia de su legado. Sin más, volvió a su auto y se marchó. El día anterior habíamos intercambiado en clase unas observaciones sobre Tod und Verklärung. Estuvo feliz el Maestro, que alguna vez en Alemania interactuó con el propio Richard Strauss como alumno de composición. Pienso que con ese gesto impulsivo quiso comunicarme algo muy personal. Espero haber honrado su memoria en mi pasantía como Director Asociado de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico. Hay perspectivas espirituales del arte, del lugar que ocupa el ser humano en el cosmos, vislumbradas por Strauss en sus Vier Letzte Lieder. Se perciben esas inquietudes en su Concierto para Oboe y en el Dueto Concertino para Clarinete y Fagot. Petulantemente declino elaborar esa reflexión. Ahora bien, con una sonrisa enigmática en mi rostro acabo de abrirle una puerta. ¡Entre, por favor! Y ya escribí todas las tonterías sobre este tema que a mi edad son permitidas. Les doy mi palabra: no he mentido. Parafraseo en adelante al que sí sabía: Sir Michael Kennedy (1926-2014) investigador y polemista de la vida y obra de Strauss. Como adulto joven, Strauss era considerado por muchos como el líder de la vanguardia disonante; sus óperas Salome y Elektra despliegan un vocabulario armónico que se aventura al borde del atonalismo, como también a asuntos considerados escandalosos en aquellos días. Pero hacia los años 30, la resistencia de Strauss a seguir los pasos de Schönberg y los modernistas le valió ser tachado de reaccionario. La música de Strauss ahora es más popular que nunca, pero aún divide la opinión crítica en campos hostiles o afectuosos. Siempre lo hará; es ese tipo de música. Usted la toma o la deja, pero si la deja se privará de muchísimos placeres. Strauss mismo lo resumió respondiendo al imbécil que le mencionó que sus intentos para encariñarse con Der Rosenkavalier eran infructuosos. “Debiera usted avergonzarse,” dijo Strauss. Rehabilitados Elgar y Mahler, queda Strauss como el más incomprendido y peor representado compositor de los últimos cien años, incluyendo a Schönberg.
Ya de adulto, la música fue el interés principal de su vida, seguida por la devoción a su esposa Pauline (una soprano tempestuosa), a su hijo Franz y su esposa Alice, a sus dos nietos y al juego de naipes Skat. Era un buen pianista, en especial como acompañante y un gran director orquestal. Grabaciones bajo su batuta de sus composiciones y de sinfonías por Mozart son clásicos. Strauss alcanzó al público internacional con los poemas sinfónicos que escribiese entre 1888 y 1915, transformando en música historias que apuntan a enemigos columnistas de crítica musical en Múnich.
De 1942 hasta su muerte en 1949 -su verano postrer- Strauss escribió una serie de obras instrumentales templadas por la edad y la experiencia, entre las que Metamorphosen (1945) -un trabajo para 23 solistas de arcos- puede ser la mejor. Era su elegía a la cultura alemana devastada por los nazis –“esos bárbaros,” como les llamaba. Su trabajo final, las Vier Letzte Lieder (1948) coronó una vida componiendo canción de arte equiparable con Mahler, Schumann, Wolf y Schubert. El anuncio de su muerte evocó unos radiantes tributos a su memoria. Pero una nube ominosa se cernía también sobre esos panegíricos.
En 1933, Adolf Hitler ascendió a la cancillería alemana como líder del Partido Nacional Socialista. Strauss, apolítico, profesó no estar preocupado diciendo a su familia que ese gobierno no duraría mucho. “Si hice música para el Kaiser, también podré sobrevivir bajo esta gente”, decía él.
Joseph Goebbels, como ministro de propaganda, era responsable por toda la actividad cultural dividiéndola en departamentos. Nombró a Strauss Reichsmusikkamer, supervisor de la música. Al preguntársele por qué aceptó, Strauss dijo: “tenía la esperanza de que podría realizar algo de provecho y evitar desgracias mayores.”
Por diez años los nazis jugaron al gato y al ratón con un avejentado Strauss. Sabían que para él la seguridad de su familia era primordial. También necesitaban su música. Goebbels escribió en 1944: “Desafortunadamente todavía lo necesitamos, pero algún día tendremos nuestra propia música y entonces no tendremos más necesidad de ese neurótico decadente.” Otro oficial nazi le dijo a Strauss “cabezas que no son la suya ya han rodado, Herr Doktor Strauss.”
A pesar de que Strauss fue exculpado de las acusaciones de complicidad con el régimen, su música sufrió por décadas la misma suerte que la de Wagner: la asociación del compositor con los nazis mancilló su obra. Como resultado esta fue prohibida, ignorada o excoriada. Aunque Wagner sigue siendo verboten, Israel levantó su embargo a Strauss en los años 90. Los públicos ahora mayormente simpatizan con la posición en la que Strauss se encontró: la de un músico pragmático y bien conectado, que ansiaba ayudar a sus allegados judíos mientras se empeñaba en proteger a su nuera y a sus nietos, resguardando también la esperanza de poder usar su influencia para hacer el bien.