CUANDO CONVERSAMOS con Ana María Martínez el lunes pasado, la soprano dijo que la clave para hacer de cada personaje y de cada función algo único era “estar” ahí, con todo lo que él verbo implica, estar con la voz y el talento, con el fuego y la conciencia, con la pasión y la certeza de lo irrepetible del momento.
Todo eso de alguna forma estuvo presente en la puesta en escena de “Carmen”, producción de Ópera de Puerto Rico con la que cayó el telón del Festival Casals.
Ya antes hemos dejado establecido la proeza que implica hacer ópera en está tierra alucinante, donde cada día parece tener más valor un conejo mal portado que un artista de verdad y donde la admiración y el respeto tienen una medida inversamente proporcional a la sustancia de la burda oferta del primero y lo que en verdad es obra del segundo.
Lo que ocurrió anoche en una desbordante Sala de Festivales del CBA Luis A. Ferré es una pepita de oro, reluciente en medio del pantanal que desde hace mucho años es hacer arte en Puerto Rico. Así de simple, así de cierto.
Disculpen la obvio: esta reflexión —como la de cualquiera— es algo incuestionablemente personal, con aspiraciones, sí, de objetividad, pero que de manera inexorable pasa por un filtro subjetivo.
Ya antes hemos dejado establecido la proeza que implica hacer ópera en está tierra alucinante, donde cada día parece tener más valor un conejo mal portado que un artista de verdad...
Lo he dicho antes y lo: reitero: lo feliz de las críticas luminosas es exactamente la razón de lo espinoso de las críticas sombrías: su permanencia en el tiempo a través de la palabra escrita y el efecto que suelen tener —para bien o para mal— en quienes participan en esos proyectos que, en la realidad de nuestro quehacer artístico, suelen ser gestas de proporciones épicas que demandan consideraciones que trascienden objetividades.
Convocados por la experiencia y categoría cimera de Ana María Martínez y Rafael Dávila, el resto del elenco cerró filas junto con el equipo de producción para hacer magia con muy pocos recursos y obsequiarnos una velada que nos recargó la esperanza de que aún es posible reunirnos en torno a historias en las que convergen música, voz, actuación, escenografía e iluminación, con procesos que suelen tomar meses -si no años- de preparación, estudio y ensayo, todo para ofrecer el destilado de ese esfuerzo en tres horas y una sola función.
Como la seductora gitana cigarrera, Ana María ofreció una actuación deslumbrante en lo vocal y un tanto comedida en lo histriónico, sin caer en los excesos con los que otras “Carmen” alimentan la obsesión de los hombres por ella y que enfrenta a “Don José” con “Escamillo”. Con una presencia escénica dominante, una voz maduramente hermosa y un fraseo transparente desde la “Habanera” del primer acto, la soprano manejó convincentemente —dentro de linderos autoimpuestos— los matices de esta mujer cuyo trágico final bien podría estar bajo fuego —en un futuro no muy lejano— por la manera como expone el viejo atavismo machista del “eres mía o de nadie”.
Por su parte, Rafael Dávila dio vida a un “Don José” borrascoso, consumido por la obsesión hacia “Carmen” y el eventual desamor de la gitana hacia él. Con una voz que ha madurado en sincronía con los años, el tenor ha hecho de este papel uno de sus más interpretados sin caer en la inercia por la repetición, con unas notas altas en las que reconoce sabiamente la amplitud de sus horizontes y una intensidad histriónica que escala a través de los cuatro actos hasta las notas finales y el clamo con el que reconoce su crimen.
Zulimar López y Ricardo Rivera en los papeles coestelares de “Micaela” y “Escamillo”, respectivamente, ofrecieron interpretaciones convincentes, sólidas y sin mácula, con voces y actuaciones cónsonas a las naturalezas de sus personajes. La soprano distanció a la enamorada de “Don José” del estereotipo cándido al que es proclive, con una bella interpretación de su célebre aria del tercer acto y como una digna antagonista de “Carmen” por el amor del soldado, mientras que el barítono fue un torero muy creíble, con presencia escénica y una voz estupenda que no por ello deja de mejorar cada vez que lo escuchamos.
GALERÍA
Como “Frasquita” y “Mercedes”, respectivamente, Elizabeth Rodríguez y Patricia Vásquez “levantaron la mano” nuevamente, como dos de las voces femeninas llamadas al relevo en nuestro quehacer operístico. Ambas con voces educadas, de hermoso timbre y un talento natural en la actuación, estuvieron a la altura de las circunstancias, de la misma manera que lo hicieron Alejandro Márquez, Fabián Robles, Ricardo Sepúlveda y Vicente Portalatín, como “Morales”, “El Remendado”, ”Zuñiga” y “Dancairo”.
El coro —de gran relevancia a lo largo de toda la obra y dirigido por Jo Anne Herrero— mereció también la gran ovación del público, al igual que la bailaora Jeanne D’Arc Casas —por su enjundiosa y muy vistosa intervención en segundo acto—, el Coro de Niños de San Juan, los siempre sorprendentes y talentosos miembros de Agua, Sol y Sereno —de Pedro Adorno— y Miguel Vando en el vestuario, mientras que la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico —dirigida por el maestro catalán Josep Caballé-Domenech— solo discreta desde el foso, casi correcta, algo apagada.
Nada de esto hubiese sido posible sin el marco escenográfico concebido por Gilberto Valenzuela, quien hizo magia con la escasez de recursos y la limitación de espacio: con tan solo dos planos, unas pantallas LED, una rampa, unos cuantos escalones y las luces de Quique Benet, creó las muy convincentes escenografías de los cuatro actos, algo que apenas el lunes pasado parecía imposible aun para el más crédulo, gesta en la que contó con la colaboración de Lonka Álvarez, como directora de producción y Alfonsina Molinari, como regidora
Y claro, el reconocimiento para la Junta de Directores de Ópera de Puerto Rico, su presidenta Raquel Dulzaides y —muy especialmente— para Carlos Carbonell, dinamo principal de esta compañía fundada hace 51 años, y el eterno soñador Howie de Jesús, uno de sus pioneros.
Fotos: Ricardo Alcaraz
Comments