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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Teresa Ríos y su luz incandescente


LO HE DICHO ANTES: no acostumbro escribirles a los muertos. No lo hago por razones obvias, porque desde el otro lado de la vida nadie lee esto que –pensamos o creemos los vivos– se escribe de alguna forma para los que mueren. No, aunque parezca que así es, nadie escribe a los muertos, sino para uno mismo y para los que seguimos de este lado un rato más, para compartir la tristeza y el dolor, mientras tenemos –aunque sea por un instante, en el vacío dejado por quien se va–, un atisbo de nuestra propia futura partida.

Lo que le hubiese escrito hoy a Teresa Ríos se lo dije en vida y escribo esto, no para ella que ayer dejó de estar físicamente entre nosotros, sino para mí y para todos los que la conocieron, para todos los que la quisimos, admiramos y respetamos desde esa existencia amorosa, intensa, solidaria, comprometida y empática que dejó una huella imborrable en todos los que tuvimos la fortuna de cruzarnos en su camino.

No puedo presumir de haberla conocido personalmente hace mucho, aunque sí por referencias, por historias de ella que me llegaron a través de amistades comunes, especialmente las relacionadas con el mundo de la música y su labor incansable, quijotesca y casi obsesiva para ayudar a los estudiantes de música de Puerto Rico, en el Conservatorio y de las escuelas libres de música de la isla.

Fue en el verano del 2015 cuando finalmente nos encontramos, cuando la ficción que éramos uno del otro de manera indirecta y por nuestros perfiles en Facebook se convirtió en realidad, cuando nos miramos y nos escuchamos por primera vez.

Teresa fue una de las primeras personas que se me acercó cuando ese verano comencé a trabajar a cargo de las comunicaciones del Conservatorio de Música, en Miramar, para saludarnos, para conocernos y –sobre todo– para hablarme del programa Música 100 x 35, concebido en el seno del CMPR para acercar la música al mayor número posible de niños, niñas y adolescentes alrededor de la isla, y ver de qué manera podía yo ayudar a la difusión de esa iniciativa a la que Tere se consagró hasta el final de sus días.

“Yo sé que hay muertos que alumbran los caminos…”, dijo alguna vez Silvio Rodríguez y ¿cómo no mencionar a Teresa al pensar en alguien a quien esa frase se ajuste como un traje hecho a la medida? ¿Cómo no pensar en Teresa al recordar en todas las veces que se me acercó angustiada porque alguno de los estudiantes del Conservatorio necesitaba con urgencia comprar un nuevo instrumento para seguir adelante con su preparación? ¿Cómo no pensar en Teresa como un ser que ilumina desde la ausencia al recordar todas las vidas que tocó, todos los conciertos que organizó con sus estudiantes-hijos como motivo supremo? ¿Cómo no recordar su entrega a APAOSS, la Asociación de Padres y Amigos Orquestas Secundarias y Superiores? ¿Cómo no pensar en Teresa como alguien imprescindible e insustituible en la construcción de ese mejor país que todos anhelamos?

Vi a Teresa por última vez la noche del 7 de junio pasado en la librería Norberto Ramírez, durante la presentación que hice –junto a la profesora Nina Torres– del libro “Pasión serena, susurro en estruendo”, una mirada a la vida de mi maestra Iris María Landrón, escrita por su hermana Myrsa Landrón, tía de Enrique, el esposo de Tere. Antes de eso ya nos habíamos reencontrado unos días antes, en casa de Myrsa, durante una reunión para planificar la mencionada actividad literaria. Fue entonces cuando descubrí que sus vínculos con el clan de los Ladrón también se cruzaban con los míos.

Recuerdo su saludo de esa noche en la librería, su abrazo: apretado, cariñoso. Feliz se veía, ilusionada como siempre con sus niños de Música 100 x 35. Le prometí que iría a visitar la sede de este programa en la Escuela Arturo Somohano, en Las Lomas. Pronto, le dije, sin saber que no le cumpliría, sin saber que el abrazo y el beso al final de la velada serían los últimos entre ambos, sin saber que cinco meses después –ayer por la mañana– me enteraría por Facebook de su gravedad y que horas más tarde –poco después de crepúsculo– sabría, también por Facebook –con estupor, incredulidad y una tristeza profunda–, que no la volvería a ver.

Dicen que nadie muere del todo mientras no lo arrope el olvido. Imposible será olvidar a Teresa Ríos. Imposible será que no siga viva entre quienes de este lado aún estamos, entre quienes de ella escribimos –para nosotros–, como una forma de seguir a su lado, un poco alumbrándonos con su luz, sobre todo en estos tiempos de tanta penumbra.

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