CUATRO DÍAS ANTES de la llegada de María nació la segunda de las hijas de Betty N. Cuatro días tenía en el mundo la niña cuando el huracán eclipsó esa alegría fugaz y se llevó lo poco que había en ese hogar entre los montes de Utuado. Desde entonces, cada mañana es para Betty una lucha tenaz para subsistir con lo mínimo, en busca de un poco de agua y de alimentos para ella, su esposo y sus tres hijos, los dos mayores –una niña de 8 y un niño de 6 años–, y la recién llegada, de poco más de un mes.
Hasta antes del huracán. la familia se sostenía a duras penas de una destartalada guagüita en la que Betty y su marido vendían comida. Cuando los salvajes vientos del 20 de septiembre se calmaron, su único asidero económico había desaparecido por completo. Ni un caldero, ni una goma, ni un cucharón, ni una hornilla, nada. En menos de 24 horas perdieron casi todo y su miseria se hizo aún más profunda.
Es sábado y la mañana no es distinta para Betty. Tan pronto amanece, divide entre cuatro los pocos comestibles que le quedan, desayunan, amamanta a la recién nacida y sale con los tres pequeños por el barrio para averiguar dónde hay posibilidades de conseguir algunos alimentos y un poco de agua para pasar el fin de semana.
A esa misma hora –mientras Betty camina su pueblo con dos niños a su lado y una en los brazos–, a solo unas 50 millas al noreste, en el corazón de Santurce, los músicos de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico comienzan a llegar al Centro de Bellas Artes Luis A. Ferré, muchos de ellos no solo con sus instrumentos –violines, violas, trompetas, violonchelos, flautas, oboes– sino también con víveres –arroz, habichuelas, maíz, salchichas, atún- y artículos primarios de aseo –jabón, papel higiénico, pasta dental, pañales desechables– para llevarlos precisamente a Utuado, a la Escuela Vocacional Antonio Reyes Padilla, adonde no solo llevan con su música un poco de sosiego a la atribulada población de uno de los lugares más severamente castigados por el huracán, sino también un alivio material a la asfixiante escasez que sitia a buena parte de sus habitantes.
Los hombres, sin la etiqueta habitual; las mujeres, sin los sobrios trajes largos negros. La mayoría en mahones y tenis, con t-shirts con el emblema de la OSPR. Son cerca de las 11 de la mañana cuando terminan de acomodar instrumentos y suministros en los compartimentos inferiores de los dos cómodos autobuses turísticos alquilados para el viaje. Alfredo Martirena e Indira Lima organizan, coordinan, dirigen, cuentan cuántos somos. Nos vamos.
El día –soleado, transparente– sería casi hermoso si no fuese por el paisaje que enmarca la ruta del expreso # 22 hacia Arecibo, un recordatorio impasible, un testimonio categórico de la furia con la que María nos cambió el rostro y el alma hace ya 33 días. Hasta donde alcanza la mirada, un verdor mustio, lacerado. Más allá y más acá de los cientos de árboles derribados, miles de troncos de pie, desnudos, famélicos… muchos con los primeros indicios de un renacer que de alguna manera alimenta la esperanza.
Comparto el asiento con el maestro Rafael Enrique Irizarry. Conversamos, reflexionamos, intentamos –sin lograrlo– imaginar el futuro. Luego de una hora hasta el entronque con la carretera # 10, nuestra “burbuja” motorizada sale de la otra “burbuja”, la mayor, la de la conectividad: desaparece por completo la señal del celular y quedamos aislados del resto del mundo. Comenzamos el ascenso. A la izquierda, a la distancia, las cimas y los valles de la cordillera central por un momento nos recuerdan un viaje por carretera de Viena a Salzburgo en el 2001 con el Coro de Niños de San Juan. Mencionamos a Richard Strauss y su “Sinfonía alpina”. Luego el silencio.
Al poco rato, en el paseo de la carretera, una larga fila de carros y pick-ups, una columna casi interminable, como las de la gasolina no hace tanto, pero en busca de agua, de un chorro a medio entubar que baja de una quebrada que se asoma entre piedras y troncos. Más adelante la escena se repite, con una hilera aun más larga de vehículos cargados de drones y galones plásticos vacíos cuyos ocupantes reinventan la paciencia y la resignación bajo el candente sol de mediodía.
Justamente una hora y media después de haber salido de San Juan nos detenemos. Una parte considerable de la carretera se ha derrumbado como si le hubiese caído un rayo, con apenas un angosto carril por el que puede pasar solo un vehículo a la vez. Inmediatamente después viramos a la derecha. Llegamos a nuestro destino: la Escuela Vocacional Antonio Reyes Padilla, una suerte de oasis entre tanta desolación, con una construcción inmaculada, sin un rasguño, tan grande que parece un recinto universitario, pulcra, reluciente, como si la hubiesen pintado la semana pasada y replantado todos los árboles dentro de su perímetro. Me recuerda el Shangri-La de los “Horizontes perdidos” de James Hilton, el mítico paraíso escondido en algún lugar de los Himalaya.
Descargamos las provisiones de los autobuses. Los fardos de arroz, las latas con carnes y granos, los artículos de limpieza, los pañales y los llevamos al gimnasio donde unas 50 personas hacen fila –¿quién no hace fila en Puerto Rico desde hace casi cinco semanas?– en espera de su turno para recoger una ración de comida caliente, una compra con casi lo indispensable, un poco de agua y algunas prendas de vestir. Cerca, un camión de la Guardia Nacional y varios oficiales imponen tácitamente un orden que apenas es turbado por los gritos de varios niños que corren y juegan, ajenos de alguna manera a la resignada zozobra con la que sus padres intentan aliviar de manera pasajera sus carencias.
El concierto de la Sinfónica será ahí, en el gimnasio, en la cancha de baloncesto en cuya periferia trabajan decenas de personas de la Oficina de la Primera Dama y el proyecto ‘Stop & Go’, del Departamento de la Familia, del gobierno municipal. Mientras unos reparten los alimentos calientes, otros dividen los suministros en las compras que se entregan a cada familia y clasifican las prendas de vestir según sean para niños o adultos, para hombres o mujeres.
Algunos miembros de la Sinfónica –comandados por Ana María Hernández y Elisa Torres– hacen lo mismo con los artículos que entre los músicos de la orquesta recaudaron. Colocamos en bolsas desechables compras individuales: un paquete de arroz, una lata de habichuelas, dos latas de alguna carne –corned beef o atún– y otras tantas de jugos o frutas, con la esperanza de que esos artículos –aunque nunca suficientes– mitiguen tanta necesidad.
–Hay almuerzo para ustedes, para el grupo de la Sinfónica –nos dicen y compartimos el menú con todos los que esperan: algo parecido a un poco de pasta, mezclado con algo parecido a un poco de carne, una cucharada de maíz tierno y una botella de agua.
Con las partituras en los atriles, poco a poco los maestros de la OSPR comienzan a transformar el espacio en un recinto musical con ese torrente de sonidos habituales que preludian todo concierto, según cada cual afina y ensaya pasajes, en espera de la señal del concertino para la afinación grupal final.
Esa cacofonía es lo que Betty escucha cuando llega a la escuela con sus hijos. La fila casi ha desaparecido y solo tarda unos minutos en llenar el formulario con el que se controla que ninguna familia reciba más de una compra a la semana. Mira con curiosidad el despliegue de instrumentos detrás de las mesas donde se reparte la comida preparada, su primera escala. Una amiga la acompaña y le ayuda con la niña de brazos mientras ella carga con los alimentos sin perder de vista a los dos mayores.
Mira que la miro y sonríe. No debe tener más de 25 años, alta, muy blanca y con una mirada inmensamente triste. Me acercó sin saber qué decirle, sin imaginar qué preguntarle, sin adivinar cómo evitar herirla con mi presencia o con mis palabras.
–Hola… disculpe, ¿qué edades tienen sus hijos?
–Hola... la mayor ocho años, seis el que le sigue y un mes la pequeña.
–Nació con María entonces.
–Cuatro días antes.
–¿Y qué tan duro fue con ustedes el huracán?
Su mirada dura poco menos de una eternidad. Intenta una sonrisa mientras acaricia la cabeza de su hijo, quien se abraza a ella.
–Se llevó todo, señor… el huracán nos dejó sin nada –dice finalmente con una voz que es apenas un murmullo–. Se llevó hasta una guagüita en la que vendíamos comida. No quedó nada. Así que imagínese… Todas las mañanas mi esposo y yo salimos a buscar, cada uno por su lado, para ver qué conseguimos para alimentar a nuestros hijos.
La miro mirarme y no sé qué decirle que no suene hueco. Por un instante pienso mencionarle a dios y hablarle de esperanza –de una esperanza de verdad, viable, posible, sin demagógicos y paulocoelhescos “hashtags”– pero, como siempre me pasa con estos temas, las palabras me abandonan. La miro mirarme como si de pronto ella descubriese que soy como de otro planeta –San Juan se llama, supongo–, que estoy ahí de paso, que pronto regresaré a mi mundo y que ella seguirá en el suyo, a años luz de distancia.
Me da las gracias, me bendice y sigue su peregrinaje por la periferia del gimnasio, hasta detenerse frente a las mesas donde varias personas hurgan entre un lote de prendas de vestir, en busca del tamaño adecuado para ellas o sus hijos.
El calor es intenso dentro del gimnasio. Son poco más de las dos de la tarde cuando el maestro Omar Velázquez –concertino de la OSPR– indica con su arco al oboe principal que se deje escuchar para que todo el contingente orquestal afine. Miles de veces he presenciado este ritual, pero nunca con la carga emotiva de esta ocasión. Es mi primer concierto en vivo desde el del sábado previo a María, en la Sala Sinfónica, velada que marcó el inicio –a su vez antes pospuesto por el paso de Irma– de la temporada da abonos de la OSPR, hoy suspendida hasta nuevo aviso.
El maestro Maximiano Valdés sube al podio y comienza el concierto ante un centenar de personas. Es un programa corto de no más de una hora de duración, integrado mayormente por varias de las piezas más emblemáticas del repertorio popular nuestro –un popurrí con melodías de Bobby Capó y otras como “Preciosa”, “En mi Viejo San Juan” y “Verde Luz”– así como una selección de temas de “West Side Story”, de Leonard Bernstein, y la siempre bellísima y conmovedora “Nimrod”, una de las variaciones “Enigma”, de Sir Edward Elgar.
Termina el concierto y me acerco a una familia que no deja de sonreír. Cristina Heredia y Amilcar Nieves, la pareja, del Barrio Alonso Arriba. Ella, ama de casa; él, empleado de la Autoridad de Carreteras, ambos acompañados por sus tres hijas… y con el varón ya en camino. Cristina asegura que para todos ellos la visita de la Sinfónica es una gran alegría y motivo de mucha esperanza, porque en momentos de crisis y dificultades siempre es bueno escuchar cosas así, que eleven el espíritu, que alimenten el alma. Sus hijas tienen diez, seis y tres años… las dos mayores –Karina y Elena- toman clases de violín en la Escuela Libre de Música de Arecibo con Jean Carlo Faría, violista de la OSPR, razón por la que esta experiencia representa para la familia una alegría doblemente especial porque se trata, no solo de la visita de la Sinfónica de Puerto Rico, sino también de la oportunidad de ver y escuchar tocar al profesor de dos de sus hijas.
–La experiencia del huracán con las chicas ha sido bien difícil, sobre todo por la carencia de las cosas cotidianas que nos hacen la vida más llevadera –añade Cristina–. Estuvimos incomunicados por muchas semanas y no es sino hasta ahora que por fin podemos salir y qué mejor que para disfrutar de este ratito con nuestra Sinfónica. La providencia no nos ha abandonado. Somos bendecidos por la solidaridad de la comunidad y por la ayuda que nos ha llegado. Dentro de toda la experiencia difícil, nunca nos ha abandonado ese rayito de esperanza.
Se acerca Jean Carlo Faría Jiménez quien desde hace ocho años es miembro de la Sinfónica.
–Con todo lo que ha pasado en Utuado, para nosotros es muy gratificante estar aquí, trayendo alegría con nuestra música y un poco de ayuda material –afirma–. Gracias a Dios hubo forma de comunicarnos con esta familia para que estuviera presente, porque ellos son tremendos padres y aman profundamente a sus hijas. Dan el máximo por su hogar… los llevo muy apretados en mi corazón. Me siento profundamente orgulloso de ser profesor de estas niñas ejemplares.
Finaliza la visita. Abordamos los autobuses y justamente a las tres y treinta de la tarde volvemos a pasar al lado del derrumbe que tres horas antes nos recibió. En el trayecto de regreso apenas hablo. La burbuja nos empieza otra vez a abrazar tan pronto llegamos al expreso # 22: nos conectamos al mundo. Mientras observo como en trance los súbitos tres puntitos de la señal en mi celular, veo de nuevo la mirada de Betty mirándome a años luz de distancia.