DE TODAS LAS huellas que tiene consigo como testimonio de la lucha perpetua que ha sido su vida, quizá la más antigua la lleva en la boca: un diente roto por una pelea que tuvo hace cerca de sesenta años en Nueva York, señal que nunca ha querido arreglar para no olvidar aquella mañana en la que comenzó a entender que ser puertorriqueño lejos de la Isla es una gesta que nunca termina.
Desde entonces el destino de Máximo Rafael Colón estuvo definido también por los regresos, por la resistencia contra el olvido, por la necesidad constante del reencuentro con todo lo que para él significaron los ocho años que vivió entre Ciales y Santurce, antes de mudarse al Norte, nunca para siempre, aunque desde entonces sea parte de la diáspora.
Ese vaivén tiene estación desde el jueves próximo en la Galería de Arte de la Universidad del Sagrado Corazón (USC) con la apertura –a partir de las 7 p.m.– de la exposición Encuentro, selección de 64 fotografías en blanco y negro y tres altares de este artista cuya obra es una suerte de bitácora del cauce que ha navegado alrededor del mundo como cronista, no solo de la realidad del puertorriqueño en Estados Unidos, sino también de los movimientos internacionales en favor de la igualdad social.
Como parte de la programación educativa de la exposición, el artista realizará una serie de recorridos guiados para los estudiantes y el sábado, 25 de marzo conversará con el público en general a partir de las 2:00 p.m. La exhibición se extenderá hasta el 8 de abril próximo. Asimismo, impresiones de las fotografías expuestas estarán a la venta. La Galería está localizada en el patio interior del edificio Barat Sur de la USC, en Santurce, Ave. Ponce de León, Parada 26 y media. La entrada es libre de costo.
Para más información puede acceder al portal www.sagrado.edu/galeria, visitar la página de Facebook / Galería de Arte USC o llamar al 787-728-1515 ext. 2561. El horario de visita es de martes a viernes de 9:30 a.m. a 5:30 p.m. y los sábados de 9:30 a.m. a 4:30 p.m.
Un álbum con imágenes de la guerra de Corea, de su padrastro –don Teodoro Andino–, fue el primer atisbo que Máximo tuvo del mundo de la fotografía, inquietud que poco a poco se impuso al deseo de viajar a Suiza y convertirse en un chef repostero como meta de la ilusión que comenzó a alimentar desde los 15 años, mientras preparaba postres para su familia.
Nacido en Arecibo y criado hasta los ocho años entre Ciales y Santurce, Máximo presumió durante mucho tiempo de ser cangrejero y no fue sino hasta los 18 años que descubrió en qué lugar de Puerto Rico había llegado a la vida, cuando vio por primera vez una copia de su acta de nacimiento.
Al cuidado de su abuela paterna durante su infancia temprana, en 1958 Máximo se reunió con su madre en Nueva York, un año antes de aquella pelea que habría de dejar una marca en su sonrisa. Allá vio la guerra de Corea de la mano de Teodoro y, ya con la curiosidad en la mirada, en un “hobby shop” compró lo necesario para hacer impresiones efímeras con la luz del sol.
"Tenemos que luchar, siempre... la vida es luchar. Esto que está pasando en Estados Unidos es razón para luchar más fuerte aun, contra el odio, contra el discrimen. La fotografía es un arma para eso, es una forma de dar testimonio de que existimos"
Máximo Rafael Colón
–Al entrar al colegio, mi padrastro me regaló una cámara y tuve la oportunidad de aprender lo que era trabajar en el cuarto oscuro. Lo primero que fotografié fue a una novia que tuve –recuerda con una sonrisa, durante un paréntesis en el montaje de la exposición, junto a Norma Vila, directora de la Galería–. Para ese entonces ya estaba involucrado en el movimiento social y en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Eran los años de la guerra de Vietnam. Me integré al periódico estudiantil como fotógrafo y en 1973 un amigo de mi hermana me dijo que preparara un portafolio y que fuera a la Escuela de Artes Visuales en Nueva York para una beca. Fui y me aceptaron. Ahí estuve durante dos años y medio, pero lo tuve que dejar por razones económicas.
Durante cerca de siete años fue –dice- un “starving artist. En 1977 –ya con 27 años y un hijo de cinco– tuvo que trabajar en lo que apareciese. Enseñó carpintería, serigrafía y fotografía, mientras se esforzaba por mantener los vínculos con Puerto Rico, adonde había vuelto luego de trece años, en 1971
–Mi conexión con Puerto Rico en esos años vino por la política –explica–. Regresé en el 71 con un compañero del Comité, una organización involucrada en luchas sociales, de educación, vivienda y servicios sociales. Vine a Puerto Rico para hablarles a los nacionalistas. Estábamos organizando una conferencia para la excarcelación de los cinco nacionalistas presos en esos momentos, entre ellos Lolita Lebrón, Oscar López y Rafael Cancel Miranda. En ese momento le pido a mi madre que me diga cómo me puedo comunicar con mi abuela. Y pude verla… y también a algunos tíos, y desde entonces comencé a venir a Puerto Rico.
Máximo dice con vehemencia que nunca se ha sentido otra cosa que no sea puertorriqueño y que los años que vivió en el barrio Caliche, en Ciales, como parte de una familia muy humilde y muy trabajadora –con choferes de carro público y cortadores de caña– lo marcaron profundamente “porque me dejaron saber de dónde yo venía y quién yo era”.
–En los Estados Unidos eres blanco o negro –explica–. En los 70 no había nada entre esas dos cosas. Para los blancos, yo no soy blanco, soy un ‘spic’; para los negros, yo no soy negro, pero aparento ser blanco. Para los afroamericanos soy un ‘cracker’. So, yo no pertenecía a ninguno y tenía que defender lo que yo era. Es algo curioso… cuando mis amistades aquí hablan de la diáspora, nos dicen “ustedes son súper puertorricans”, y esto es así porque tenemos que plantar bandera, tenemos que defendernos. Siempre. Cuando alguien me decía algo fuerte, yo le respondía “fuck you, I’m puertorrican, y si se trataba de pelear, peleaba. Este diente que tengo roto fue mi introducción a Estados Unidos y nunca me lo quise arreglar, para recordar una pelea a los nueve años en Nueva York, para defenderme.
Fotógrafo formado en el arte de la cámara analógica, de los cuartos oscuros y del revelado y testigo de la transición a la cámara digital, Máximo explica que nunca sucumbió a la tecnología y que se entretuvo un rato con ella, sorprendido sin duda por sus alcances, pero con la certeza fundamental de que –con el formato digital– “even a monkey can do it”.
–Fruto de este proceso y reflexión es el proyecto My Upside Down World: Deconstructing Photography –explica–. Durante cinco años caminé por el mundo con la cámara a mi lado, al revés, tomando fotos sin apuntar ni enfocar. Algún día lo proyectaré en un monitor. Definitivamente no me gusta lo digital. En esta exposición todas las fotos son de negativo, excepto seis.
Respecto a la exposición que se inaugura este jueves, Máximo explica que en octubre pasado vino “a bregar” con una exposición que hará en septiembre próximo en la Liga de Arte, con 32 autorretratos tomados a lo largo de sus 45 años de trayectoria como fotógrafo.
–En esa oportunidad hablaba con Laura Bravo en la Universidad de Puerto Rico, porque va a incluir veinte retratos míos como parte de la exposición Ida y vuelta, que se inaugurará en el Museo de la UPR el 21 de este mes –explica–. Imagínate, los va a exponer junto a Oller. Yo no esperaba eso. Y me dijo también que querían darme una exposición de mi trabajo, que la Galería Oller no tenía fondos suficientes este año, pero que la Galería del Sagrado era una buena alternativa. Laura llamó a Adlín Ríos, quien abrazó el proyecto. Le estoy inmensamente agradecido a ambas y también a Elizabeth Robles, una artista que conocí en Nueva York, que se enamoró de mi trabajo y me dijo que tenía que mostrarlo en Puerto Rico.
Aunque la fotografía más antigua en Encuentros es de 1971 –tomada en el desaparecido “Fanguito” – y la más reciente de octubre del año pasado, Máximo rechaza que se trate de una exposición retrospectiva, “porque no me he muerto y hay mucho más trabajo que el que se presenta aquí”.
–Si no me gusta una fotografía, no la imprimo –comenta quien asegura dormir con sus negativos como con su mujer, “en el mismo cuarto”–. A veces sucede que cuando tomo una foto, digo “esta es la que es”, aun si verla. El tema de los altares comienza en el 85 por los recuerdos de mi niñez en la Isla. Cuando uno entraba a una casa, no faltaba la tablillita al lado de la puerta, con un vasito de agua, un pedazo de pan y la imagen de un santo. Los tres altares de esta exposición vienen de ahí, de ese recuerdo. No obstante, tengo mis conflictos con eso… los altares para mi significan que uno no necesita una iglesia, que uno puede practicar su devoción y espiritualidad a su manera.
–¿Qué has aprendido al ver la vida a través del lente de una cámara?
–Que todos tenemos una cosa en común: todos queremos lo mejor para nuestros hijos, vivir bien, ser felices –apunta–. No somos tan diferentes. Cuando me acuesto por las noches, pido ser un mejor ser humano, con compasión. Para mí esto es muy importante. He hecho mucho trabajo social… por 23 años trabajé en una clínica de salud mental. He visto muchas tragedias. Me he ocupado de lo que yo llamo “la juventud desechable”, muchachos que no importan a sus padres y que van por el mundo sin esperanza, sin saber cómo resolver un conflicto que no sea con la violencia. Ahora camino por el vecindario en Manhattan, en el ‘west side’, y todos esos jóvenes, ahora ya con más de 40 años, son ‘my children’. Siempre para mí ha sido más importante estar feliz con mi trabajo que ganar mucho dinero.
–¿Qué significa regresar a tu tierra para mostrar tu trabajo… volver a este Puerto Rico del que nunca te has ido y el cual tampoco se ha ido de ti?
–Siempre mi anhelo ha sido presentar mi trabajo en la tierra donde nací –asevera–. Ya he exhibido aquí en colectivas y me da una alegría enorme presentar ahora esta exposición. Soy feliz y optimista. Tenemos que luchar, siempre... la vida es luchar. Esto que está pasando en Estados Unidos es razón para luchar más fuerte aun, contra el odio, contra el discrimen. La fotografía es un arma para eso, es una forma de dar testimonio de que existimos. Pertenezco a esa generación de fotógrafos que comenzamos a dictar nuestra propia narrativa de lo que es ser puertorriqueño, especialmente lejos de la Isla. Esto es un regalo para mi pueblo y estoy muy emocionado. Es un regreso, aunque nunca he estado lejos.
Foto superior y vídeo: Eileen Rivera Esquilín