DURANTE CASI un cuarto de siglo trabajamos juntos –los últimos cinco años en escritorios contiguos– y durante todo ese tiempo el escritor de literatura que había en él fue invisible y solo se reveló para muchos en marzo del año pasado, cuando el amigo periodista Jorge L. Pérez obtuvo el primer premio en el certamen literario que anualmente organiza el Instituto de Cultura Puertorriqueña, con la novela El último kamikaze.
Esa vecindad laboral terminó en el verano de 2013 y abrió un paréntesis en la relación que se cerró precisamente con la noticia del premio, con las felicitaciones y, en mi caso, también con la sorpresa –agradabilísima por supuesto– de descubrir que en Jorge había un escritor que no solo era de los mejores cuando de box, béisbol, rock, libros, mujeres y series de televisión de los 60 y 70 se trataba, sino también alguien capaz de embarcarse con éxito en una aventura novelística.
La sorpresa fue aun mayor cuando en algún momento del verano pasado Jorge me pidió que presentase su libro, honor que cumplí luego de leerlo en PDF, porque la edición no estuvo lista sino hasta el mismo día de la presentación, a finales de octubre. Desde entonces hablamos de conversar y lo hicimos a finales del año pasado, sentados en la orilla de un ring de boxeo en el gimnasio Wilfredo Gómez, mientras dos jóvenes intercambiaban potentes jabs, uppercuts y ganchos detrás de nosotros y otros más golpeaban con frenesí la pera y el saco.
Aunque en su página de Facebook Jorge dice haber nacido en 1906 en la mítica ciudad africana de Timbuktú, en el norte de Mali, lo cierto es que lo hizo en Cuba, en un año que aún desconozco, pero que casi estoy seguro no fue hace 111 años. Esa fecha exacta y las razones que lo trajeron a Puerto Rico siguen siendo un misterio al menos para mí. Guglearlo me ayudó en nada. Algún día le preguntaré.
Recuerda que de niño quiso ser pelotero, pero en la juventud su pasión deportiva lo llevó al boxeo, como un ferviente seguidor de las estrellas que en los 70 y 80 marcaban la pauta.
–Esteban de Jesús fue el primer boxeador que admiré –recuerda–. Y por ahí, toda la saga de los grandes de la época… el Salsero Escalera, Alexis Argüello… en fin. Cuando llegó el momento de comenzar en la Universidad, pensé entrar a estudiar Periodismo, pero la escuela de Comunicación Pública estuvo un tiempo cerrada y entré a Humanidades, donde hice un bachillerato en Literatura Comparada… y luego comencé a estudiar la maestría en Periodismo, pero no la terminé porque ya había empezado a trabajar en El Nuevo Día.
Era el año 1977 y su larga carrera en el diario no comenzó como periodista, sino respondiendo el cuadro telefónico los fines de semana. Luego de eso fue mensajero, archivero y redactor de obituarios –nada mejor para su humor punzante y a veces retorcido– hasta que llegó a la Redacción como traductor y –más tarde– como diagramador de páginas.
–En eso estuve hasta 1981 y, cuando estaba a punto de renunciar para irme a El Mundo a trabajar en Deportes, Chu García lo reclutó para llenar una vacante que había surgido en ese mismo departamento de El Nuevo Día –explica–. Una de las primeras cosas que hice fue cubrir al rival de Germán Rieckehoff, quien era el candidato fuerte a la presidencia del Comité Olímpico de Puerto Rico (el COPUR). Su adversario era Piro Cabrera, quien tenía el apoyo de Carlos Romero Barceló.
Esa “guerra” fue una prueba de fuego para Jorge. La cobertura que hizo de Cabrera fue una afrenta para Rieckehoff, quien, “sin pelos en la lengua”, descargó su ira contra él.
–En 1982 Chu me envió a cubrir mi primera pelea. Fue en Las Vegas, una defensa que hizo Wilfredo Gómez contra el mexicano Juan Antonio López –recuerda–. Fue en la misma cartelera de Larry Holmes contra Gerry Cooney.
Ese fue su debut boxístico y desde entonces comenzó a cincelar su reputación como una de las voces más documentadas y respetadas en el mundo de los cuadriláteros, con una sapiencia tan vasta como la que posee en temas como –repito– el béisbol, el rock, los libros, las mujeres y las series de televisión de los 60 y 70.
Fanático irredento y sufrido de los Bravos de Atlanta en las Ligas Mayores de béisbol, Jorge cubrió la Serie Mundial de 1984, entre Detroit y San Diego, cuando el lanzador boricua Willy Hernández era la estrella de los Tigres y había ganado el premio Cy Young. Asimismo, cubrió el Juego de Estrellas de 1994 en Pittsburgh, ocasión en que fue develada la estatua de Roberto Clemente.
De la mano de estas pasiones más profesionales de Jorge por el box y el béisbol, sus afectos por las cosas antes mencionadas también lo han definido como un ser enciclopédico que siempre parece tener la respuesta acertada para cada pregunta… y cuando no, suele regalar una reflexión más valiosa que la contestación esperada. Esta fue mi experiencia durante los últimos cinco años que pasamos juntos en la Redacción de El Nuevo Día, titulando historias, cerrando páginas y esperando la primera edición –el llamado “mojadito”– después de la medianoche, para revisar lo revisable y corregir lo corregible.
Detonantes de nostalgias, las conversaciones con Jorge sobre series de televisión que vi de niño en México, sobre libros conocidos y autores desconocidos y sobre películas aderezaron con sustancia esas horas de convivencia en las que, como he dicho en otras ocasiones, aprendí más yo de él que él de mí.
Mientras conversamos, detrás de nosotros los dos boxeadores continúan golpeándose como si se tratase de un duelo por algún título. Entre el ruido del guanteo y de la exhalación detrás de cada golpe, la charla deriva a ese debut reciente de Jorge en el mundo de la literatura con su ópera prima –El último kamikaze– obra que obtuvo el primer premio en el certamen de novela del ICP.
-¿Cómo llega a ti la idea de escribir una novela?
–Ya había ensayado eso mucho antes, escribiendo cuentos. Pero para este libro en particular lo que me llevó a concretarlo fue haber empezado a escribir las columnas con el seudónimo de “Romeo Mareo” en El Nuevo Día y también los artículos de la serie "¿Sabía usted?”. De hecho, creo que “Romeo” me permitió desarrollar un estilo más incisivo y picaresco. Este libro no tuvo la intención inicial de ser una novela. Empecé a escribir algo que pudo haber terminado siendo una columna más de “Romeo Mareo”, pero en el camino la historia misma me llevó más allá. Fue una experiencia muy rara y única para mí. Me gustó mucho el tono y el ritmo de lo que iba fluyendo y el entusiasmo me llevó a seguir, hasta que terminó en novela.
Y recuerda que cuando estaba estudiando literatura en la UPR uno de los escritores que seguía mucho era Somerset Maugham, autor de clásicos como Servidumbre humana, (que fue hecha película en 1964 con la deslumbrante Kim Novak) y El filo de la navaja.
Menciona Jorge eso y, como sucedía aquellas noches esperando el cierre del diario, me remueve el recuerdo. Esos dos libros estuvieron también entre mis primeras lecturas, novelas devoradas a escondidas de mi padre por su contenido “adulto” para la época. Estaba yo en la secundaria cuando la película de Servidumbre Humana llegó a un cine de barrio de no muy buena reputación. Una mañana me fui "de pinta" –o a "comer jovos"- con un par de amigos y nos colamos en ese cine solo para ver en la pantalla grande a la maravillosa Kim Novak, con quien tuve un largo romance platónico del que ella jamás se enteró, pero que fue una memorable compañía en ese tránsito de la infancia a la juventud.
Esta imagen dura solo unos segundos. Jorge continúa con el tema.
–Me dio la fiebre con Maugham –dice Jorge–. Su estilo me gustaba. En sus novelas, el narrador no era el protagonista, sino un personaje secundario. Maugham era un escritor estupendo, pero muy modesto. Decía que no tenía tanto talento y que escribir con la voz de un personaje marginal le imponía una presión menor. En mi caso, El último kamikaze comenzó así, narrada desde la voz de quien por azares de la novela, se convierte en el centro de la acción. Ricky era el observador y el narrador de ese proceso de enamoramiento entre el protagonista y una mujer, pero cuando este hombre es secuestrado, Ricky tiene que ocuparse de averiguar por qué y se sumerge entonces en todas las complicaciones que eso acarrea.
–¿Sabías cómo iba a terminar el libro?
–¡No!, no sabía siquiera lo que pasaría en la página siguiente. Llegó un momento en que todo resultó tan divertido que escribí la novela como quien se sienta a leer un libro, página por página, sin la menor idea de lo que la siguiente traerá. Simplemente me sentaba a escribir a ver qué pasaría.
Ese humor cáustico, incisivo, ese humor negro, a veces retorcido, ese humor siempre inteligente es quizá, después de su sabiduría, uno de los rasgos que mejor definen a Jorge y también uno de los que están presentes en el ADN de El último kamikaze, novela de estupenda factura, tan amena como absorbente que leí en dos sentadas y que muestran a un Jorge en la mejor de las formas como narrador en un género que parece venirle como anillo al dedo: la novela negra.
Sin revelar detalles que atenten contra el misterio propio de esta novela, a lo largo de sus casi trescientas páginas Jorge construye una atmósfera en la que la voz de Ricky –el narrador– me resuena como un alter ego del Jorge que durante muchos años escuché en el escritorio de enfrente.
De una manera casi orgánica –quizá por escuchar al propio Jorge en la voz de Ricky–, fue a Jorge más que a Ricky a quien acompañé durante esta aventura en la que la Segunda Guerra Mundial y el ataque a Pearl Harbor son el telón de fondo para una historia galopante de intrigas y amores frustrados en la que frecuentemente Jorge nos hace un guiño de complicidad desde sus pasiones fílmicas, deportivas y periodísticas.
Si interesante es la trama en lo que atañe al anciano japonés sobreviviente como el llamado “último kamikaze”, intensos son también los amoríos carnales y platónicos de Ricky, al punto que a ratos llegue a envidiar –y no con envidia de la buena– las posibles fuentes de inspiración que Jorge pudo haber tenido para dibujar de una manera tan elocuente la exuberancia y el fuego de la despampanante Clarissa.
Ignoro lo que piensan al respecto quienes acostumbran reseñar y hacer crítica literaria en el país. Es delicioso que cosas así no importen.
–¿Qué pensaste cuando te enteraste del premio?
–Bueno fue en una actividad como la de los premios Oscar, en la que invitaron a todos los participantes y ahí se anunciaron los premios. Había como 80 personas… cuando empezaron a leer algo de la novela ganadora sin decir el título, me pareció que se me hacía conocido, hasta que dije, “¡coño, ese es mi libro!”.
–¿Qué representa para ti este reconocimiento, además, claro, del premio monetario y la publicación del libro?
–Es un estímulo para seguir escribiendo… de tratar de seguir haciendo cosas que tengan algún valor literario, de hecho, ya tengo dos novelas que podrían salir a la luz en algún momento. Ser periodista me preparó para escribir esta novela cuyo proceso fue para mí un oasis, un placer, un desahogo. Me invita a seguir haciendo lo que he hecho durante tantos años, escribir… y continuar regresando a los gimnasios para conocer a los muchachos que comienzan.
Terminamos. La pelea en el ring también acababa de concluir. Uno de ellos llevó la peor parte.
Jorge me dice que hay una cartelera profesional en Caguas en febrero. Quedamos en ir. A ver qué otra cosa aprendo.
Foto y vídeo: Eileen Rivera Esquilín