EN ESTOS DÍAS vuelven fugazmente los hijos, regresan a Puerto Rico los que se fueron a estudiar y no han terminado, o los que –como Analía, mi hija– ya finalizaron sus estudios pero decidieron quedarse por allá, a trabajar, a construir familia, a hacer camino, a vivir… a pesar de la nostalgia, a pesar de la añoranza, a pesar de desear volver pero conscientes de que con el querer no basta.
Regresan precisamente en esta época vinculada al recuerdo de lo que fueron esas infancias que en instantes se convirtieron en memoria. Los vemos ahora sin poder creer que ya sean tan grandes, tan adultos, más quizá de lo que uno mismo era cuando los tuvo, cuando comenzábamos a aprender a ser padres sin pensar que esos días durarían solo lo que un suspiro y muchos años después los recordaríamos como si hubiesen ocurrido apenas ayer.
Vuelven justamente para la Navidad, que durante algunos años de mi vida estuvo vinculada a algo que creí era fe y que desde hace tiempo es solo una metáfora, una hermosa tradición por lo que ocurre con ella como contexto y pretexto: la familia, la reflexión, los recuerdos, los propósitos, los regresos fugaces y esa ilusión inocente de mis nietos que fue la misma mía hace medio siglo y la de mis hijos hace 30 años.
A la distancia de los hijos uno nunca se acostumbra –como no se acostumbran mis padres a la mía desde hace 39 años– y cada regreso se anhela tanto como se padece la inevitable partida, porque la vida es así, porque a medida que el tiempo pasa más me convenzo de que la felicidad es elusiva y que precisamente es solo eso, instantes que, aunque se repitan, nunca son los mismos…
Como ahora, que Analía regresa por unos pocos días y la tengo cerca, junto a Mario, su hermano, y veo tan radiante a su madre. Si me preguntan –y perdonen si parece poco lo que es tanto– la felicidad está hecha así, de pequeños momentos como estos.