POR EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ / ESCRITOR INVITADO /
A Pablo, mi hijo,
fanático de Bob Dylan
POCO ANTES de recibir la noticia de la concesión del Nobel de Literatura, comenzó a circular el rumor, en las redes sociales —¡dónde si no!— que el Nobel de Literatura había sido concedido a Paulo Coelho. Dentro de las coordenadas de la banalidad que reina en el mundo Occidental—¡Trump for President!— la noticia del Nobel para un escritor de “mejoramiento personal”, y que se ha convertido en el autor de mayores ventas en el mundo entero, no era descabellada; de hecho, hasta contenía cierta veracidad y resultaba plausible para su legión de lectores.
Cuando se anunció oficialmente el premio Nobel de Literatura para Bob Dylan, pasamos entonces de la incredulidad a la perplejidad. Era necesario volver a enfocar, no sucumbir a la tentación del entusiasmo fácil, novelero. Ahora ya no se trata de un escritor excéntrico, que empalma la narrativa con el mejoramiento personal y una pizca de esoterismo sazonado con un misticismo cursi, a la Kahil Gibrán de nuestra adolescencia, sino de una verdadera leyenda de los siempre recordados y sobreestimados años sesenta. Me imagino que muchos de los académicos suecos ahora leen o escuchan a Dylan en los consultorios de cardiólogos y urólogos, sienten una desaforada y pueril nostalgia por una sobrevalorada y lejana juventud. Los viejos nos volvemos sensibleros, y también disparatados.
Bob Dylan pertenece a la tradición del llamado “folk singing”, canción popular que recomienza con el izquierdismo de Woody Guthrie durante la Gran Depresión de los años treinta y se populariza con la música de protesta de Pete Seeger durante los cincuenta y sesenta. Nosotros lo llamamos canción protesta y luego lo rebautizamos como nueva trova, música que jamás abracé con las beaterías de mi generación; siempre preferí el “Maquinolandera” de Doña Margot… Bastaba una guitarra —Dylan le añadió una armónica “hillbilly”— para oponerse al estado opresor y los políticos, la guerra de Vietnam, desear el estado de obnubilación droga de "Tambourine man", favorecer ese vago sentido de libertad personal que los norteamericanos llaman “libertarian”.
Como ya lo señaló el cronopio mayor de la izquierda folklórica, Julio Cortázar, Bob Dylan mantiene una descendencia directa con la poesía de Walt Whitman. Ese vínculo enaltece a Dylan como una voz original dentro del lirismo democrático, y hasta populista, que caracterizó los versos libres del bardo "blue eyes" y gay de Brooklyn.
¿Por qué no le dieron el Nobel a nadie de la generación de poetas y escritores “Beats” que influyeron en Dylan, como Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Gregory Corso? Fueron autores que leí en mi adolescencia. Allen Ginsberg aclamó a Dylan desde un primer momento. Cuando entré a la Universidad, un profesor de redacción y escritura, Tom McMahon —maestro de un importante cronista y escritor niuyorkino, Pete Hamill— me señaló, citando a Truman Capote, que si deseaba ser escritor no debía confundir el “typing” de Kerouac con el “writing” de alguien como Paul Bowles. Entonces se me reveló algo que es un valor irreductible para la gran literatura que se supone premie el Nobel. Ese valor es lo que llamo “complejidad”.
No basta con escribir renglón tras renglón a la Kerouac, o versos libres con metáforas sorprendentes y pasajes visionarios llenos de ritmo interior a la Dylan. La mejor narrativa, como también la mejor poesía, requieren oficio, revelaciones algunas veces delicadamente sugeridas, en gran registro emocional, nada “monocordes”, en estructuras formales figuradas con esmero y astucia, sabiduría, en fin, arte. Las letras de Dylan sorprenden, tienen esa musicalidad no siempre evidente de la mejor poesía en verso libre, manifiestan una visión de mundo que mi generación valoró grandemente, sobre todo el antibelicismo y el rechazo al conformismo materialista de la clase media. Pero ciertamente no estamos, en las canciones de Dylan, casi siempre monocordes, apegadas a los mismos temas, ante un oficio de gran arte. Bastaban los numerosos y honrosos Grammy, la idolatría de una juventud que lo criticó al supuestamente claudicar a sus ideales, convirtiéndose con su guitarra, ahora eléctrica, en una mega estrella del rock.
Ha sido una injusticia con quienes nunca lo recibieron, como Borges y James Joyce, ambos artistas literarios de gran significación y formas narrativas complejas, de gran sugerencia y supremo arte en la escritura. Tampoco lo recibió Kafka, un escritor que aunque con menor oficio que Joyce creó, lo mismo que Borges, una inconfundible manera de ver la realidad. Y ha sido una burla a los que lo han recibido como Thomas Mann y García Márquez. ¿Cómo comparar los mejores versos de Dylan con la complejidad y el misterio de La montaña mágica, o la cautivadora saga de los Buendía en Cien años de soledad? Decir que son obras completamente distintas no basta. Son hechos culturales cualitativamente distintos: sería como comparar el juego de damas con el ajedrez.
Con todo lo que admiro las melodías de los Beatles, de haber existido un Premio Nobel de Música, jamás los hubiese premiado con ese galardón, aunque sí a Stravinsky, quizás a Bernstein.
Cuando cayó la Unión Soviética, el crítico George Steiner profetizó que los clubes de ajedrez serían substituidos por los McDonalds. Hay algo de ese populismo global en este premio, ¡Silvio Rodríguez para el Nobel de Literatura!, o René de Calle 13, ¿por qué no?