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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Fidel, ni todas las alabanzas ni todos los odios...


MURIÓ FIDEL CASTRO. Todos dicen que falleció el viernes pasado a las 10:29 de la noche, pero lo cierto es que en ese momento Fidel solo dejó de respirar, porque muerto estaba hace tiempo.

Quienes me conocen saben de mi entrañable relación familiar con Cuba y lo que pienso de Fidel y no voy a polemizar al respecto, no tiene caso: Independientemente de todo lo que se diga de él, los que lo veneran desde la comodidad de sus circunstancias –en Cuba o afuera– lo seguirán haciendo; quienes lo repudian –también, en Cuba o desde el exilio– lo harán hasta el fin de sus días.

Desde la emoción, desde el corazón, -lean bien, desde el corazón y la emoción– yo me alineo con los últimos, con quienes piensan y sienten que el inmenso daño que Fidel hizo a las familias cubanas que no se sometieron a su régimen es infinitamente mayor que lo bueno que hizo en áreas como la educación y la salud. Tranquilos los 'fidelistas', tranquilos: ésta es solo mi opinión, tan mía como de ustedes las suyas, con un acento importante: la realidad no se construye con opiniones, no con las mías, no con las de los demás. La realidad se construye con hechos, con… realidades, valga la redundancia.

Ahora bien –y esto es lo realmente importante– desde la razón, considero que de nada vale continuar adorando u odiando a alguien que hace tiempo dejó de estar, que lo terrible que hizo al fragmentar familias y sueños de manera irrevocable es un hecho consumado sin la menor posibilidad de ser reparado, y que, a partir de esto, los cientos de miles de cubanos que tuvieron que emigrar e inventarse una nueva vida, lo hicieron y reconstruyeron destinos y aprendieron a amar a personas que de otra manera jamás hubiesen conocido y formaron familias y tienen los hijos y los nietos que tienen ahora.

Sí, las parejas y los hijos y los nietos que tienen ahora. Precisamente esos y no otros.

Nada mutará lo que Fidel fue o no fue, lo que hizo o dejó de hacer. No lo cambiarán todos los amores y alabanzas de sus incondicionales y tampoco todos los odios y maldiciones de quienes por él perdieron afectos, hogares, sueños y vidas.

Con esto solo quiero decir –reitero– que la historia es lo que es, inmutable a perpetuidad, que hay un tiempo para todo, que siempre es hoy, que siempre es ahora y que eso es lo único –sí, lo único– que tenemos.

 

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