“EN EL MUNDO existe un tiempo para todo… todo tiene un momento para ir ocurriendo”, me dijo Hermes Croatto hace unos días en su hogar, mientras conversábamos –entre otras cosas– del documental sobre su padre, Croatto, la huella de un emigrante, que hoy llega a las pantallas de los cines de Plaza Las Américas, en el mejor de los momentos posibles, precisamente cuando necesitamos mirarnos en ese espejo para recordar y reafirmar lo que somos como pueblo de cara a las incertidumbres que a todos nos acompañan.
Menciono esa referencia bíblica de Eclesiastés que trasciende credos porque fue precisamente esa la razón fundamental por la que demoré hasta hoy esta reflexión que me propuse el lunes pasado, tan pronto terminé de ver el documental que recoge de manera esplendorosa la vida de Tony Croatto, a partir de una idea original de Silverio Pérez, en una producción de Yéssica Delgado, con Hermes como coproductor, Lou Alers en la edición y la decisiva colaboración del propio Silverio, así como de Alejandro y Mara Croatto –los otros dos hijos de Tony– y también de Ale Croatto, nieto de Tony e hijo de Alejandro.
Enmarcado por una cuidada estética de la nostalgia que evita los excesos y desmitifica al artista, Croatto, la huella de un emigrante nos revela desde la entraña y desde la cuna al italiano Hermes Davide Fastino Croatto –el niño, el hijo, el aprendiz de carpintero– que antecedió al cosmopolita y finalmente boricua Tony Croatto –el padre, artista, el cantautor– que conquistó con su arte y carisma el corazón de Puerto Rico, convirtiéndose en uno de los mejores ejemplos de lo que es amar a un país sin haber nacido en él.
Luego de ver "Croatto, la huella de un emigrante" –que llega desde hoy a los cines de Plaza Las Américas– tengo la certeza de que para este esplendoroso documental éste es el mejor tiempo
Con una diversidad de registros que amplifican su alcance según las circunstancias de cada espectador, Croatto, la huella de un emigrante posee también la virtud de esa universalidad vinculada a la manifestación de los afectos más elementales y profundos que desconocen regionalismos, credos, costumbres y épocas, como los que se profesan por la tierra, por el hogar –cualquiera que éste sea– por la familia, por las costumbres, por el oficio.
Si bien es cierto que este documental pone de relieve muchas de las cosas de la vida artística y familiar de Tony Croatto que son de dominio público, revela también varios de los rasgos inéditos que desde la intimidad perfilaron la personalidad del padre de Alejandro, Mara y Hermes, en un tránsito que nos lo presenta tanto en sus certezas como en sus contradicciones, sin transgredir las fronteras de aquello que solo pertenece a lo estrictamente privado.
Por lo que a mí respecta, Croatto, la huella de un emigrante me toca muy de cerca por los profundos paralelismos –guardando, claro, las debidas distancias de trayectoria y reconocimiento– que encuentro con mi propio caminar de casi 40 años en esta Isla que he hecho mía, convertido en un “mexirriqueño” –o “borimex– viviendo la misma certeza con la que vivió Tony hasta el último de sus días en abril de 2005: uno es no solo de donde nace, sino también de donde se hace, y el amor por esa tierra que se abraza como propia trasciende por mucho cualquier consideración ideológica, por una razón muy simple: los afectos nacen del corazón y del alma, no de la razón.
En momentos como los que vivimos, ver esta obra es una manera idónea para reconectar con lo que en verdad somos –no lo que la política, no lo que la economía nos dicen que somos–, y restablecer ese vínculo que solo existe de manera cabal con lo que se es desde la entraña, desde lo que se es como fruto de un ideal, no por conveniencia, no por estrategia, sino por valores, por principios.
“En el mundo existe un tiempo para todo… todo tiene un momento para ir ocurriendo”, me dijo Hermes hace unos días. Luego de ver Croatto, la huella de un emigrante tengo la certeza de que para este esplendoroso documental éste es el mejor tiempo.