TENÍA HOY EN agenda escribir otras cosas, pero en este momento no puedo… más tarde, sí. Ahora debo intentar escribir esto pensando en mis nietos, en Daniel y Zara… en ellos y en unos cuantos “locos bajitos” más que siento cerca, como el que algún día tendrá mi hija Analía, como la Amalia de Isel, como el Mauro de Viviana y Hermes, como la Laylah y Antonella de Jessica, como la Jimena de Lucienne y Luis, como la Amanda de Brunymarie, como el Sebastián de Viviana, como la Ximena y Emilia de Daniela y Enrique, como la Valeria de Melissa, en fin, como tantos otros ya no tan "bajitos".
Debo hacerlo así porque es la única manera como se me ocurre que puedo escribir algo más o menos coherente a partir de este aturdimiento, de esta mezcla tan densa de tristeza, de rabia y de incertidumbre con la que hoy –como muchos– amanecí, aunque en realidad el sueño lo perdí desde la madrugada, cuando supe que Trump será presidente de Estados Unidos, con todo lo que eso implica.
Primero, el desahogo…
La tragedia de Trump es no solo la del macro –la nacional y la mundial– sino también la suma de todas las tragedias individuales, de todas las tragedias familiares, domésticas, y profesionales que aquella siembra o empeora, que no solo podría trastocar futuros, sino que ya desde anoche enturbia presentes.
Lo grave, lo trágico, lo inexplicable, lo tristísimo, lo realmente encabronante –vamos, no hay sinónimos– es, no únicamente que vaya a ser presidente este cuadrúpedo que de niño aprendió a caminar en solo dos de sus patas –y digo lo de ‘cuadúpedo’ con todo el respeto que la fauna merece– sino que existan no menos de 58 millones de personas que hayan sido capaces de votar por él a pesar de todo lo que de él se sabe y que no repetiré ahora.
Y sabemos que la política es asquerosa, y que Hillary no es una ‘hermanita de la caridad’ y que la diversidad de los seres humanos es vasta y, por lo mismo, impredecible, pero que esa cantidad exorbitante de estadounidenses –no necesariamente por ser republicanos– haya usado el instrumento de la democracia para poner a este individuo en uno de los lugares de más poder en el mundo es sobrecogedor, roba el aliento, pone en penumbra el futuro y –ya con el café frío– me hace pensar en ellos, en Daniel, Zara y en quien algún día llegará, en Amalia, Jimena y Mauro, en Laylah y Antonella, en Sebastián, Ximena y Emilia, en Amanda, Valeria y en todos los que, como ellos, serán quienes más temprano que tarde, sufrirán durante más tiempo las consecuencias de las elecciones –sin duda alguna– más funestas en la historia.
Pero lo hecho, hecho está…
Ahora nos toca navegar en este nuevo cauce que se abre ante nosotros de manera inesperada, pensando –más que en nosotros, los adultos y los ‘senior citizens’- en lo que podemos hacer para que los niños de hoy estén mejor preparados a la hora de enfrentar las incertidumbres, las tormentas y los desafíos que la elección de Trump sin duda traerá consigo.
Leí esta mañana a mi querida amiga Ana Sánchez-Colberg, quien escribió en su muro de Facebook que se sentía realmente “como Linda Hamilton al final de la primera película de Terminator, preparándome para enfrentar los nubarrones, lista para una lucha (otra más) por nuestros niños…”. Recordé la escena y volví a leer sus palabras. “Enojada, enojada, enojada… pero sin lugar para las lágrimas”, dice al final.
Sabiamente práctica ella.
No puede haber lugar para ellas -para las lágrimas, para más quejas después de estas, las inmediatas- precisamente porque lo que nos toca hacer a quienes no hemos tenido que ver con esta decisión que afecta al mundo es inventarnos todos los días maneras de vivir que muestren a los niños lo que son los valores fundamentales de la vida, los verdaderos, los inclusivos, los que no siembran odio, los que se cifran en el bien en su acepción más amplia y despojada de atavismos de género, de credo, de raza, de orientación sexual, de lugar de nacimiento, de posición social y toda consideración que promueva precisamente lo que Trump provoca: el distanciamiento de esos valores tan profundos como fundamentales e inmutables.
Si algún día Daniel y Zara leen esto –si algún día Amalia, Jimena, Mauro, Laylah, Antonella, Sebastián, Ximena, Emilia, Amanda Valeria y cualquiera de los niños nuestros lo leen– que sepan, sin importar lo que esté ocurriendo en ese momento –espero que algo mejor– que lo primero en que nosotros pensamos es en ellos, en que siempre hemos querido dejarles un mundo mejor y que nuestra única manera de hacerlo es continuar amándolos más –si es que esto es posible– y haciendo mejor lo que mejor sabemos hacer, con una conciencia plena de que aun esto forma parte de lo que nos pasa por el alma y la piel –que nos deja y en el mismo momento nos quita–: del tiempo, de la vida.
Es lo que nos toca hacer.
Por ellos, sobre todo por ellos...