LO PRIMERO que hace todas las mañanas es mirar al cielo, dar gracias -es un hombre de fe- y acariciar a ‘Promesa’, la minúscula sata que cuida y quiere casi como a una hija.
Se despierta con el sol, con los primeros ruidos de la calle… los autos que pasan, la algarabia apagada de las barras siempre abiertas, las voces de los madrugadores. Se despierta en cualquier rincón del Condado, sin prisas, sin el estrés del país, sin el temor de perder lo que tiene porque lo que tiene es casi nada.
Con esa liviandad, lo segundo que hace es colocarse la prótesis que usa donde estaba su pierna derecha, montarse en su carrito motorizado -con `Promesa’ a bordo, en una canastilla que lleva al frente- y moverse hasta Ventana al Mar, que fue donde nos conocimos hace apenas unos días, cuando yo terminaba mi carrera mañanera y él -luego su habitual baño matutino en una ducha al lado de la playa- terminaba de vestirse sentado en el piso, para ajustarse de nuevo la prótesis.
-Buenos días… dale, mete mano -me dice cuando me acerco para refrescarme un poco.
-Buen día, gracias -respondo mientras ‘Promesa’ me mira curiosa. Nos presentamos.
Poco digo después, solo algunas preguntas. Es él quien habla.
En quince minutos me hace la historia de su vida, de su bachillerato en la UPR, de la empresa que tuvo, del accidente en el que perdió la pierna, de sus varios años de adicción al ‘crack’ y al alcohol -“más fácil fue dejar el ‘crack’ que el alcohol”, me asegura- de las muertes que ha sufrido, de los siete años que lleva viviendo en la calle, de cómo obtuvo su “Mercedes Benz”, de sus nietos, en fin, de la paz que siente cuando pasea por ese, su “barrio”, acompañado siempre por ‘Promesa’, entre apartamentos de lujo, el mar y una prosperidad tal que a ratos le hacen olvidar que vive en una isla llamada Puerto Rico.
(Texto del Buscapié publicado en El Nuevo Día el 18 de octubre de 2016)